Marianela de Benito Pérez Galdós

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En el club Pasión por los clásicos, pasión por el e-book en mayo seguiremos con Benito Pérez Galdós. Después de haber leído «Torquemada en la hoguera», nos enfrentamos ahora a Marianela

Para un estudio académico de la obra, podéis leer este artículo de Geraldine M. Scanlon,
King’s College London

Carlos Campos Acero escribe este artículo en La provincia

Galdós en su salsa: Hoy, con «Marianela»

Galdós en su salsa: Hoy, con "Marianela"

Estatua de Galdós (Pablo Serrano, Las Palmas GC)

 

 

Si preguntan ustedes a cualquier canario sobre quien en es su paisano más universal no tengan duda alguna de cual será su respuesta: el escritor Benito Pérez Galdós. Para conmemorar su nacimiento, del que van a cumplirse 174 años, he ido subiendo al blog a lo largo de los últimos meses su copiosa obra narrativa, que comencé con el primero de sus Episodios Nacionales, colección de cuarenta y seis novelas históricas escritas entre 1872 y 1912 que tratan acontecimientos de la historia de España desde 1805 hasta 1880, aproximadamente. Sus argumentos insertan vivencias de personajes ficticios en los acontecimientos históricos de la España del XIX como, por ejemplo, la guerra de la Independencia Española, un periodo que Galdós, aún niño, conoció a través de las narraciones de su padre, que la vivió.

 

Nacido en Las Palmas de Gran Canaria, en las islas Canarias, el 10 de mayo de 1843 y fallecido en Madrid el 4 de enero de 1920, Benito Pérez Galdós fue un novelista, dramaturgo, cronista y político español, uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX y un narrador esencial en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser considerado por especialistas y estudiosos de su obra como el mayor novelista español después de Cervantes. Galdós transformó el panorama novelístico español de la época, apartándose de la corriente romántica en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad y hondura psicológica. En palabras de Max Aub, Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con su intuición serena, profunda y total de la realidad, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, artísticamente transformado. De ahí, añade, que desde Lope, ningún escritor fue tan popular ni ninguno tan universal, desde Cervantes. Fue desde 1897 académico de la Real Academia Española y llegó a estar propuesto al Premio Nobel de Literatura en 1912.
Subo hoy al blog su novela Marianela. Publicada en 1878 por la Imprenta y Litografía madrileña La Guirnalda, cierra el conjunto de sus novelas de tesis. En ella aparecen algunos personajes que luego serán protagonistas en el ciclo de las novelas españolas contemporáneas. Marianela cuenta la historia de una chica pobre y fea, y de Pablo, un ciego de nacimiento que está enamorado de ella. La acción transcurre entre Socartes, pueblo minero, y Aldeacorba, zona agrícola, donde vive don Francisco Penáguilas con su hijo Pablo. La vida ha sido generosa con el señor de Penáguilas, pero todo su bienestar se halla ensombrecido por la ceguera de su hijo. Pablo es feliz al lado de su lazarillo, una muchacha que todos llaman la «Nela»; con ella pasea, habla y se deleita. Nela, por su parte, pobre huérfana que vive con la familia del capataz de las minas, Centeno, menospreciada por todos, incapaz de nada útil, solo siente alegría acompañando a Pablo. Las almas de los dos están compenetradas de tal manera, que Pablo un día le promete casarse con ella.
El ciego piensa que su lazarillo debe ser de extraordinaria belleza, expresión de su bondad. Pero a Socartes ha llegado el hermano del ingeniero, don Teodoro Golfín, famoso oftalmólogo, y uno de los motivos de su viaje es tratar de curar a Pablo. Don Francisco de Penáguilas ansía ardientemente que el doctor vea a su hijo, pues, aunque ha sido desahuciado por todos los grandes médicos, no se aviene con la fatalidad de que su hijo sea incurable. ¿Por qué la naturaleza al colmarle de bienes materiales le ha de negar lo único que puede hacerle feliz? Precisamente su hermano Manuel y él acaban de heredar de un primo, lo que viene todavía a acrecentar su fortuna. Fortuna que no tendrá finalidad, a no ser que Pablo obtenga el sentido de la vista, en cuyo caso se celebraría su matrimonio con su prima Florentina, muchacha bellísima, hija de Manuel. La operación de Pablo y el éxito del resultado desembocarán en un dramático final.
La edición que reproduzco es la existente en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes de la Universidad de Alicante.

 

Galdós en su salsa: Hoy, con "Marianela"

«Marianela», oleo de Cecilio Plá (1864-1934)

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Torquemada en la hoguera, de Benito Pérez Galdós

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La próxima tertulia del club de lectura «Pasión por los clásicos / pasión por el e-book» será sobre el libro de Benito Pérez Galdós, Torquemada en la hoguera, al que podéis acceder desde este enlace.

Una completísima guía de lectura la podéis encontrar aquí. 

Y aquí alguna información adicional

Esto lo escribió hace años Ricardo Senabre en El Cultural:

El ciclo de Torquemada recoge las cuatro novelas: Torquemada en la hoguera (1889), Torquemada en la cruz (1893), Torquemada en el purgatorio (1894) y Torquemada y San Pedro (1895).

Aunque habitualmente, como sucede en este caso, se agrupan todas ellas en una tetralogía, las fechas de publicación sugieren ya que la homogeneidad estricta se produce en las tres últimas novelas, y que la primera, que apareció varios años antes como novela corta unida a otros trabajos juveniles del autor -todos los cuales se añaden aquí por respeto a la edición príncipe, aunque en esta ocasión resulte un criterio discutible-, era un esbozo para el que, muy probablemente no había prevista continuación alguna. La idea de desarrollar con mayor amplitud el personaje debió de surgir más adelante, y dio origen a las tres novelas extensas de la serie. Pero la aparición del usurero Francisco Torquemada era anterior a Torquemada en la hoguera. Había asomado fugazmente en obras anteriores, como Fortunata y Jacinta y La de Bringas, como el propio narrador de Torquemada en la hoguera se encarga de señalar: “Me urge apuntar que Torquemada vivía en la misma casa de la calle de Tudescos donde le conocimos cuando fue a verle la de Bringas para pedirle no recuerdo qué favor, allá por el 68” (pág. 19). El favor era el aplazamiento de un préstamo, porque, desde sus primeras apariciones, Torquemada es un implacable usurero.

Como había hecho Balzac, y al igual que en otros casos a lo largo de su obra, Galdós recogió un tipo esbozado como de pasada en distintos relatos y le fue dando un desarrollo cada vez mayor, hasta convertirlo en personaje central de Torquemada en la hoguera y, posteriormente, de una trilogía que contiene uno de los retratos más ricos y variados que salieron de la pluma del escritor. Quienes han pretendido comparar a Torquemada con el Grandet de Balzac no han querido percatarse de que, salvo por el hecho de tratarse en ambos casos de dos prestamistas, el propósito y los resultados de las dos novelas son divergentes. La historia narrada por Galdós es la del ascenso social logrado mediante la alianza de la usura y la aristocracia. La carrera de Torquemada, que pasa de prestamista a rico diputado, no le proporcionará, sin embargo, la felicidad ansiada: el hijo que tiene con Fidela águila no llena el hueco del hijo muerto, el cuñado ciego se suicida, su cuñada primero y luego un clérigo ambicioso manejan la vida familiar… El itinerario de Torquemada y su construcción como tipo novelesco desde los arrabales de la sociedad hasta su cima, proceso que se refleja incluso en la sutil evolución de su lenguaje -algo que el escritor canario aprendió en Cervantes-, constituye un ejemplo de técnica narrativa. A su alrededor, como es habitual en Galdós, todo un variado conjunto de personajes perfectamente individualizados ayudan a plasmar un panorama entre irónico y acerado de la España de la Restauración con una profundidad y una riqueza de matices que ningún otro escritor coetáneo alcanzó. Es hora ya, tras los denuestos -tal vez casi obligados, pero demasiado repetidos luego- de algunos herederos noventayochistas, de subrayar la gigantesca aportación de Galdós a la novela española.

Y es casi innecesario destacar la oportunidad de esta edición cuidada por Domingo Ynduráin -que antepone al volumen una nota preliminar, acaso la última que redactó el malogrado filólogo-, puesto que las anteriores Obras completas de Galdós, además de no serlo, contenían lagunas y errores de bulto que ahora se salvan reproduciendo con pulcritud las primeras ediciones, revisadas y depuradas de erratas. Los lectores de Galdós, que deberían ser cada vez más numerosos, están de enhorabuena.

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«Memorias de Leticia Valle» de Rosa Chacel

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La tertulia de marzo del club de lectura «Pasión por los clásicos, pasión por el e-book» girará sobre la obra de Rosa Chacel, «Memorias de Leticia Valle», que podéis leer en este enlace.

Sobre el libro escribió un artículo no hace mucho  Luis Antonio de Villena en el Norte de Castilla-

Ricardo López Bella escribe:

¿Nos encontramos ante una precursora de Lolita, inmortal y letal personaje creado por Nabokov? ¿Leyó el peterburgués alguna traducción de esta genial novela de la vallisoletana?

“El próximo día 10 de marzo cumpliré doce años” así es como comienza el relato, siempre en primera persona, y un doloroso ejercicio de regresión e introspección que hace la niña Leticia sobre los últimos meses vividos.

Hipersensible en el sentido que posee una enorme inteligencia, dotada de una gran capacidad de captación, análisis e interpretación, lo que hace que no nos case su edad con su desarrolladísima personalidad, la cual no obstante, presenta manifestaciones dubitativas que tanto pueden ser consideradas como prueba de hallarnos ante un ser humano en plena y positiva maduración, como ante alguien que prematuramente ha completado tal proceso y conoce sus defectos y virtudes con total lucidez. Las consecuencias serán la finalidad de la obra y ambas consideraciones explican un espíritu crítico que la conduce a desencajar del entorno familiar.

También del social, luego más adelante, aunque aparentemente no lo parezca, cuando es enviada a estudiar en casa de un matrimonio atípico y joven: la escuela se le ha quedado pequeña como prendas de vestir que no acompañan el crecimiento.

Después en su último destino, ella misma comienza a escribir en un cuaderno todo lo que hemos leído anteriormente y toma meridiano sentido una frase en principio enigmática de las primeras páginas: “No iré por ese camino que me marcan, ni seguiré a ese paso”.

Pocos datos se dan para situar la acción en un espacio temporal. Contamos por un lado con un personaje, el padre de Leticia, militar africanista y retornado tullido, que nos sirve relativamente, pues la vocación de este por hacerse matar en tierra de infieles viene de muy atrás y en este país es muy compartida desde hace generaciones. Por otro lado, el nivel de progreso tecnológico viene marcado por la presencia de un automóvil que comparte caminos, todavía y con toda naturalidad, con tartanas. Uno colige por tanto que nos hallamos no más allá de la segunda década del siglo pasado.

Hay dos escenarios que se suceden mayoritariamente: Valladolid y Simancas, tratados por la autora someramente, lo imprescindible para situar la narración de Leticia cuando transcurre en sus calles. Sobre el corpus social de cada una de las localidades no hay observaciones de carácter crítico en ningún sentido, la autora se centra por mano de su criatura en los personajes, sin que esto suponga un desequilibrio en el resultado de la obra. Los elementos situacionales no complementan la trama, no lo necesita, es sobradamente atractiva para prescindir de mayor acompañamiento.

Tanto es así que exige toda la atención y toda la inteligencia que seamos capaces de aplicar, lo cual la hace altamente recomendable a potenciales lectores y lectoras que gocen de una total tranquilidad de conciencia, nada que distraiga o enturbie su espiritualidad, aunque también pueden leerla todo tipo de sinvergüenzas que por serlo se hallan en parecida disposición mental, ya que aunque no les haga mejores ciudadanos, mientras la lean no tramarán maldades (y confieso que no me encuentro en el primer grupo). Imprescindible en ambos casos será contar con dos o tres horas a disposición propia en un periodo de dos o tres días o si se puede y prefiere una tranquila noche de voluntario insomnio.

Estas exigencias y condiciones son debidas a que algunas ideas y momentos clave de la novela están insinuados. Rosa Chacel Arimón pide a nuestro intelecto que interrogue y analice lo escrito y lo que está sugerido y por tanto debemos estar en un estado de total vigilia mental para “completar” y saborear el relato, sobre todo teniendo en cuenta que es la versión propia de unos hechos que conducen a un dramático final. Indefectiblemente de tales circunstancias surgirá una última pregunta concerniente a la posible monstruosidad destructiva de tan sensible y ¿tierna? criatura.

Alguien dijo que la ignorancia es atrevida y muchas veces entra de lleno en la temeridad. Voy a hacer mi apuesta por esta aseveración: “Memorias de Leticia Valle” me deja un muy lejano regusto proustiano. Es una percepción totalmente subjetiva y si se quiere llamar espiritual también, pues añádase, pero, nunca basada en cuestiones comparativas de técnica narrativa ni estilo, por favor, no está este escrito para eso y la Chacel demuestra una genialidad por sí misma evidentísima.

La edición con la que he disfrutado de tal demostración y que, supuestamente, por esta razón prueba que el duro proceso de autodesasnarización, emprendido con ardua fe hace muchos años esta dando sus frutos, es la de Bruguera-Libro Amigo de preciosa y colorida portada con retrato de un prototipo de Leticia Valle fruto de la feliz inspiración del infatigable Neslé-Soulé. Adquirí mi ejemplar por un euro a un librero No Amigo, pues es más ladrón que yo y al que por este y otro motivo a sumar, pero que no ha de acudir a este párrafo, se la tengo jurada.

Hay otro motivo de regocijo que no me resisto a dejar sin señalar y es que voy alcanzando la redención literaria por motivo de sexo acumulando lecturas de obras de distintas escritoras. Me explico: de las pocas mujeres con las que he tenido conversaciones sobre literatura, y esta afirmación carece de doble sentido (¡palabra!), he recibido la acusación de que no leía nada de autoría femenina.

Confío en que tal ficticia fiscalía retire tamaño cargo si algún día sus componentes se dignan  poner su atención en las anteriores líneas y en las siguientes, pues para mayor descargo, declaro haberme sentido mecido por las aguas del Nilo ¡en el propio sofá de casa! Tal que si estuviera en la misma nave en la que el emperador Adriano y su adorado Antínoo alcanzaran cumbres amorosas, gracias al hechizo evocativo de la Yourcenar y sus “Memorias de Adriano”. Otro sí, que me gustaría quitar el sueño o, como mínimo, inquietar al lector, como talmente así lo hace Cristina Fernández Cubas en sus magistrales relatos que pervierten a vuelta de página la percepción de la realidad que tienen sus personajes (¿un ejemplo?, “Mi hermana Elba”). Ítem más, que Simone de Beauvoir sienta cátedra en cualquiera de los géneros en los que ha vertido todo su amplia sapiencia y experiencia vital. Sigo y anhelo ser bendecido para el columnismo semanal, diario o con la periodicidad que se tercie, como lo está y ha demostrado durante los últimos años Luz Sánchez Mellado con sus colaboraciones en El País… ¡qué gran pluma!… ¿Es necesario continuar con más muestras?… La siguiente etapa en pos de dicha redención pienso comenzarla con un título clásico, que me aguarda en un lugar considerado de honor por muchos lectores y lectoras impenitentes, cual es la mesilla de noche… ni más ni menos que “1050 recetas de cocina” de la sin par Simone Ortega… Salud y lectura.

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El diablo sobre las colinas, de Cesare Pavese

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La tertulia del mes de febrero de 2019 (y seguimos con autores italianos) girará en torno a Cesare Pavese. En concreto comentaremos su novela breve El diablo sobre las colinas. En este enlace se puede acceder al texto. En este blog (El errante insaciable) podéis encontrar un comentario.

En el blog Lectura a dos voces esto es lo que comentan sobre la obra:

EL DIABLO SOBRE LAS COLINAS

El verano está presente en la mayor parte de los libros de Cesare Pavese, escritor y poeta italiano que hoy, a punto de comenzar las vacaciones de agosto, traigo a Opticks. El bello verano, La playa, Fiestas de agosto y el que acabo de leer esta semana, El diablo sobre las colinas, por citar algunos ejemplos, tienen la citada estación de marco preferente.

Cesare Pavese, que nació en el Piamonte en 1908 y se suicidó en 1950, fue siempre una persona atormentada que dudaba de su propia valía: “Me produzco la impresión de un mendigo…, voy describiendo mi miseria como los mendigos ponen a la vista la sordidez de sus llagas”. Una miseria no real, ya que Pavese pertenecía a una familia bien situada, tuvo una cara educación, estudió letras y el éxito profesional le llegó pronto.

La miseria de Pavese es por tanto simbólica, su aguda introversión, mente analítica y exagerado perfeccionismo, le provoca una insatisfacción que le conduce a padecer crisis de muchos tipos: profesionales, políticas, religiosas…

Esa angustia vital, esa necesidad de hallar un asidero la encontramos en El diablo sobre las colinas que pertenece a una de sus últimas etapas como escritor, aquella que el propio autor considera de “realidad simbólica”, es decir, de negación del realismo convencional por la vía del símbolo. En 1938 escribía Pavese a propósito de esto: “Nada de personajes que digan cosas inteligentes, las cosas inteligentes debes saberlas tú y desplegarlas en la construcción de la historia”.

El diablo sobre las colinas resume muy bien algunos de los mitos literarios que caracterizan a Cesare Pavese. Junto al verano, símbolo de plenitud vital, las colinas de su tierra, casi todo el relato se desarrolla en ellas, que simbolizan el personal anhelo nunca logrado de una vida natural e instintiva; la adolescencia como tiempo de desengaño; la desnudez como imagen de comunicación con la naturaleza.

Otra característica que podemos encontrar en esta obra es la figura del narrador que recae siempre en un personaje secundario que traza una línea argumental mínima; simplemente nos cuenta algo que sucedió y nosotros debemos extraer conclusiones e imaginar un posible final.

El diablo sobre las colinas consta de dos partes bien diferenciadas. En la primera tres estudiantes pasan las noches de verano en Turín buscando sensaciones que les permitan alejar el aburrimiento, por ejemplo, subir a las colinas que rodean la ciudad. Una noche a las colinas sube también, aunque en un lujoso automóvil, Poli, mayor que ellos, de familia acaudalada, drogadicto y abúlico que conoce a Oreste, uno de los tres estudiantes, por tener una extensa finca cerca de las tierras familiares del joven, y consigue enredarlos llevándoselos con él y con su amante en un itinerario nocturno que el narrador muestra con desagrado.

En la segunda parte los tres estudiantes se reúnen en la casa de Oreste para terminar de pasar el verano. Los padres de Oreste son campesinos acomodados y los jóvenes disfrutan de una naturaleza exuberante y de un pantano en el que pueden bañarse desnudos.

Su felicidad natural termina cuando les dicen que Poli ha venido a su finca, deciden ir a visitarlo, descubren que está casado con una joven de su misma clase social y se quedan, invitados por el matrimonio, a pasar varios días en la lujosa casa.

El contraste entre la familiaridad y la sencillez en las relaciones que conocieron en la casa de Orestes y la insatisfacción casi angustiosa que descubren aquí, manifestada en multitud de detalles, acciones y diálogos, provocan que el lector, al menos en mi caso, busque en todo ello las causas por las que Cesare Pavese se tomó a los 42 años una dosis letal de pastillas.

El diablo sobre las colinas es un gran libro, profundo, poético y simbólico que te hace levantar de vez en cuando la vista de sus páginas, subrayar ciertas frases y preguntarte por los diablos que condujeron al genial escritor piamontés a tomar una decisión tan drástica.

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El sistema periódico de Primo Levi

Primo Levi

En enero, empezaremos el año con una tertulia sobre el libro de Primo Levi, El sistema periódico, que podéis descargar desde este enlace.

En el blog Devaneos se puede leer esta reseña:

En el sistema periódico el escritor italiano Primo Levi hermana sus dos pasiones, la literatura y la química. Levi, que alcanzó notoriedad con sus magníficas novelas La tregua , Si esto es un hombre y Los Hundidos y los salvados, en las que daba cuenta de su paso por un campo de concentración, su vuelta al hogar y el balance de su experiencia sobre el Holocausto, al ser el judío y tener la mala suerte de ser uno de esos miles de italianos que fueron deportados al III Reich consecuencia de las leyes raciales aplicadas en Italia.

Tras salir con vida del campo de concentración, en lo que algo o mucho tuvo que ver que él era químico y por tanto útil, y regresar a Italia (en un viaje interminable que cuenta en La Tregua), se ganará la vida como químico, al tiempo que comienza a plasmar en papel sus vivencias en el campo de concentración, dado que esto según él le vivifica, recordar le ayuda a vivir.

En el sistema periódico, Levi, traza una peculiar autobiografía que consta de 21 capítulos. Cada uno de ellos lleva por nombre el de un elemento químico: oro, plata, bronce, hierro, argón, zinc, etcétera. A cada uno de estos relatos, de estos elementos, asocia una historia personal, dando cuenta de su azarosa y nada fácil vida como químico, sus amoríos y desvelos, sus éxitos y sus fracasos, en resumen una vida, narrada con el buen pulso de Levi, con ese distanciamiento, esa naturalidad, exenta su prosa de cualquier pomposidad o banalidad.

Levi ha vivido experiencias únicas y ha tenido el don de plasmarlo en el papel, tratando de aprender de lo vivido, con lucidez, sin rencores, con humor y vitalidad.

El libro lo encuentro un tanto descompensando porque mientras hay relatos como el del Hierro que calan muy hondo, o el de Argón con un Levi erudito y orgulloso de sus orígenes que no quiere que se pierdan en el olvido, hay otros dos que son ficción, donde Levi, en todo caso provoca hilaridad y algún otro metido un tanto con calzador, con escasa chicha. Más interesantes los capítulos que tienen que ver con lo aventurado de su profesión, casi clandestina, junto a su amigo Alberto o los que narra su ejercicio de la Resistencia en Italia.

Un libro no obstante que me alegro de haber leído, por lo que uno aprende. Hay libros que exudan verdad, vida. Un libro que he leído con agrado y apasionamiento. No conocía la faceta de Levi en el terreno del relato, pero no me ha disgustado lo leído.

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El banquero anarquista y otros relatos de Fernando Pessoa

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Para la próxima tertulia continuamos con la literatura portuguesa. En esta ocasión la tertulia será sobre el enigmático Fernando Pessoa.  Leeremos la novela corta El banquero anarquista y una selección de los relatos incluidos en la página Ciudad seva.

Os animamos a leer este magnífico artículo de Luis M. Linde publicado en Revista de Libros.

Fernando Antonio Nogueira Pessoa (1888-1935), nació en Lisboa el 13 de junio, a las 3 de la tarde. Entre 1896 y 1905 vivió en Durban, Sudáfrica, donde su padre era cónsul, de forma que el idioma inglés se convirtió en su segunda lengua; de hecho, trabajó como traductor técnico y sus primeros trabajos están escritos en inglés.

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“El Mandarín”, de José María Eça de Queirós

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En el club Pasión por los clásicos, pasió por el e-book, empezaremos el curso con una tertulia el 5 de noviembre a las 19:30 sobre dos obras del clásico de la literatura portuguesa José María Eça de Queirós. Se trata de la novela corta El mandarín y el relato Memorias de una horca.

En el blog La cueva de mis libros, esto es lo que puede leerse de El Mandarín:

“El mandarín” de Eça de Queiroz

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Tal vez, porque la literatura me adentra en pasadizos no frecuentados en la vida real, al descansar mi mirada sobre algunos textos encuentro en ellos un alamar invisible, hecho a mi medida, que me vincula para siempre con el mensaje que duerme en sus páginas. Sospecho que esto, que tan abrumada me tiene, nos pasa a todos. Nos convertimos, sin quererlo, en herederos espirituales de lo que leemos y somos, desde ese momento, los guardianes más fieles de ese legado (espiritual) recibido.

Cuando la literatura me envuelve en su cálido manto y me abandono a ella, me siento al abrigo de la integridad. Creo poseer la integridad de mis deseos y de mis cortas virtudes, y estoy casi segura de que éstas se fundirán con la integridad del texto que sujetan mis manos, experimentando algo parecido a los versos finales del poema sacramental de Kipling: “Si llenas tu minuto inolvidable y cierto de sesenta segundos que te llevan al cielo, todo lo de esta Tierra será de tu dominio”.

Sin embargo, cuando me sacudo el polvo de este hechizo, abandono el libro y piso el albero de la vida, esta reflexión mía comienza a palidecer, pues es la vida ariscada senda de tentaciones y vilezas. Caminar bien es sortear riesgos, acentuar contenciones. Crecer con nuestro paso, es embellecer las virtudes con las que Dios nos vistió al nacer y no querer mudar estas prendas. Y qué difícil resulta ser fiel a este precepto. De eso, precisamente, es de lo que trata este libro. De las consecuencias fatales que se precipitan sobre nosotros cuando burlamos ese ropaje íntimo y esencial que nos pertenece y, a veces, nos dignifica: nuestra conciencia.

En realidad, el texto es un ejercicio de reflexión sobre qué sucede cuando, incapaces de soportar el eco estremecedor de Pepito Grillo, lo acallamos, lo amordazamos, persiguiendo con ello amansar o dulcificar su estruendo. Es batalla perdida, pues no podemos amordazar nuestra conciencia. El dolor que causemos hoy empapelará nuestras entrañas de vergüenza y de culpa y seguiremos caminando nuestra vida como si lo hiciéramos sobre un potro de tortura. Enlutecerá nuestra alma hasta el fin de nuestros días. Con la mayor de las suertes, se agazapará como paloma dormida, pero sus brasas jamás serán ceniza. El vivo crepitar de estas ascuas percutirá en nuestros oídos, como latidos luctuosos de humillación, sempiternamente. Nuestras miserias vivirán con (o contra) nosotros. Dicho esto, queda claro que la obra ausculta la conciencia. Plantea un dilema moral de conciencia.

¿Y cuál es ese libro tan bonito que nos educa tanto? Pues un cuento chino (no exactamente, pero habla de la China). Sí, una fabulita oriental. Lleva por título El mandarín, una reminiscencia del mandarín rousseauniano. Fue escrita en 1880 por el portugués Eça de Queirós (1845-1900), autor que con 55 años legó su famosa charla “Realismo, una  nueva expresión de arte”, convirtiéndole en uno de los hitos de la renovación social y literaria de Portugal en aquella época.

La narración es, pues, realista. Pero un realismo tardío y poco ortodoxo. Digamos que el portugués se sirve de una fórmula conciliadora que aúna elementos formales de un realismo que palidece y de un naturalismo que emite sus primeros vagidos. Por tanto, está más próximo al realismo galdosiano (tardío) de Misericordia que al (temprano) de La fontana de oro. Y como novela, más cercano al virtuosismo sobrio de Clarín que a la torrentera de palabras de Galdós (el mejor novelista —yo creo— después de Cervantes). Yo he bautizado su estilo como un realismo naturalizado, por aquello de solazarse con la ética o la moral, antes que con la disciplina literaria. Hay quien afirma que Eça de Queirós poseía una perspectiva periférica en su manejo del realismo. Desconozco si quien pronunció esta sentencia se refería al hecho cierto de que a casi todos nuestros realistas les faltó ese rasgo. De todos modos, yo veo aquí en común con ellos: riqueza descriptiva, detalle en la creación de ambientes y ese catalejo de pluma calibrada para atisbar personajes que no son moralmente buenos. En esto, el portugués pisa la estela de Balzac, está claro, por ser autor que escoge seres perversos para dotar de mayor pulsión a su obra (el avaro de Grandet o el ambicioso Rastignac de Papá Goriot, por citar alguno). Pinceladas eróticas, sutilmente trazadas, avivan el aliento finisecular. Sin renunciar a la estética naturalista, un tinte fantástico, esmerilando la prosa, le otorga bello contraste.

Y ahora vayamos con el asunto. El Mandarín plantea, con el relieve de una medalla nueva de oro brillando sobre un tapete oscuro, el siguiente dilema moral:

     “En lo más remoto de la China existe un mandarín más rico que todos los reyes de que hablan las fábulas o la historia. Nada conoces de él, ni el nombre, ni el semblante, ni la seda de que se viste. Para que heredes su infinita fortuna, basta con que toques esa campanilla, puesta a tu lado sobre un libro. Él dará tan solo un suspiro en los confines de Mongolia. Será entonces un cadáver; y tú verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú, que me lees y eres hombre mortal: ¿tocarás tú la campanilla?”.

He ahí el prodigioso dilema. Aparición del Diablo y su ofrenda de poder disfrutar de todos los goces terrenales a cambio de un gesto: coger una campanilla y hacer tilín-tilín. Sin ver brotar la sangre ni espectáculos sórdidos. Inmediatamente, en nuestro espíritu se forman dos imágenes: por un lado, un mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos (en la China), a un tilí-tilín de campañilla; por otro, toda una montaña de oro fulgurando a nuestros pies.

Lo primero que oímos, en lo más profundo de nuestro corazón, es una voz atronadora, que grita con fuerza desgarradora el desprecio a la sola idea de que seamos capaces de formular el deseo asesino. Pero ¿seremos capaces de matar al mandarín?… Ahí lo dejo.

El texto, repleto de finísimas observaciones sobre el alma humana, está envuelto en un estilo brillantísimo. Esto ya lo he dicho, pero los que me conocéis sabéis que para mí, el estilo define la obra. Y que defiendo este criterio a ultranza y sin concesiones. Puede haber escritor sin obra, pero sin estilo no puede haber obra literaria. Pues bien, las imágenes (de paisajes y lugares) que recrea Eça de Queirós están tratadas con tanta delicadeza y las reflexiones a que nos invita poseen tanta hondura moral que la obra exige reclinatorio. Si en lugar de haberla escrito el portugués la hubiese escrito un ruso, o un alemán, le habrían otorgado un reconocimienro superior en la literatura universal. ¿Lo he dicho? Es de lectura imprescindible. Absolutamente obligada. Por apenas 80 páginas desfila la Santísima Trinidad de la liturgia literaria: buena (en contenido), bella (en estilo) y breve (en extensión).

Como en las sabias y amables alegorías del Renacimiento, incorpora una discreta (y contundente) moraleja: “Únicamente sabe bien el pan que día a día ganan nuestras manos. Nunca mates al mandarín”. Palabras a las que sigue, como broche del relato, la reflexión con la que se consuela a sí mismo Teodoro —el protagonista—: “No quedaría ni un solo mandarín vivo si tú pudieses, tan fácilmente como yo, eliminarlo y heredar sus millones, ¡oh, lector!, criatura improvisada por Dios, obra mala de un mal barro, mi semejante y mi hermano!”.

La he regalado infinidad de veces, a personas amigas y a personas que persiguen educarse en la virtud, porque es una obra depurativa. Un cáliz espiritual. Por este motivo, no voy a recomendaros que un día, cuando no tengáis nada mejor que hacer, os acordéis de esta reseña. De eso nada. Hoy os empujo a que os arrojéis sobre las páginas de El mandarín y gocéis de una lectura reposada. Como si estuviéseis hartos de flaqueza, ahítos de debilidad y se presentara ante vosotros un banquete exquisito. Aprovechad el manjar. Abrigaos con el calor espiritual que desprende esta sencilla fábula acercando, eso sí, la llama de vuestra reflexión. Éste es el tronco, pero de él brotarán tímidas chispas y puede tardar en arder en vuestras conciencias. Añadid vosotros otras ramitas y alguna hierba seca para que prenda bien la fogata.

Buenas noches y buenas lecturas.

 

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Víctor Hugo y su viaje por los Pirineos

Victor Hugo

El próximo lunes 7 de mayo a las 19:30 los miembros del club Pasión por los clásicos / Pasión por el e-book, nos reuniremos para comentar Los pirineos de Víctor Hugo.

Hay algunos comentarios muy interesantes sobre esta obra en el blog Marea literaria

En El Cultural Manuel Hidalgo escribión esto hace cuatro años:

La Pamplona de Víctor Hugo

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Los Sanfermines se celebran en Pamplona bajo la advocación del “santo bebedor” Ernest Hemingway y del potente efecto universal de su novela Fiesta (1926). Pero otros escritores de renombre pasaron por la ciudad y, al margen o no de festejos, dejaron impresas sus observaciones, más o menos favorables –de todo ha habido, como es natural- según la época del viaje y las circunstancias del viajero. A los españoles suelen interesarnos estos juicios, y diría que está por hacer un libro que abarque las observaciones de todos esos visitantes ilustres sobre todas las ciudades visitadas. Tarea ingente, en verdad, en la que ha destacado el recuento de lo dicho por los viajeros románticos ingleses y franceses.

Aprovechando las fechas, traigo aquí un librito mínimo que, siguiendo la costumbre de la editorial Casimiro, es un extracto de una obra de mayor extensión y envergadura. Se trata del titulado Pamplona para la ocasión y recoge las notas que Víctor Hugo (1802-1885) elaboró en forma de diario durante su estancia -¿tres días?- en la capital navarra en agosto de 1843. Lo extractado pertenece al libro Viaje a los Pirineos y los Alpes, publicado póstumamente en 1890 y que podemos leer completo en castellano en la edición de Alhena Media.

Hay que recordar que Víctor Hugo, por el empleo militar de su padre, vivió unos meses de niño en Madrid en 1811 y que siempre conservó un palpable interés –piénsese en sus tragedias Hernani (1830) o Ruy Blas (1838)por la gente, la cultura y la historia españolas.

Procedente de San Sebastián, Hugo llegó a Pamplona por Tolosa en unos días veraniegos de buen tiempo, lo que sin duda contribuyó a que formulara, en términos generales no exentos de matices negativos, una opinión favorable sobre la ciudad –tocada por el guerracivilismo entre carlistas y liberales-, que queda reflejada en una frase relativamente divulgada y que, tal vez, sigue teniendo vigencia ahora mismo: “Pamplona es una ciudad que da mucho más de lo que promete”.

El viajero Hugo se encontró con que había una feria que no le causó gran entusiasmo y que estaban listas las instalaciones para celebrar en los días siguientes unas corridas de toros en la Plaza del Castillo, plaza que, pese a su actual buen predicamento, no le gustó.

Las observaciones de Víctor Hugo tienen interés, pero son bastante limitadas. Habla muy poco de la gente, de sus costumbres y de la vida cotidiana, y se centra, cual turista guía en mano, en las iglesias, en algún palacio, un poco en las murallas y, en lo que un antiguo traductor muy literalmente afrancesado llama “la casa de la ciudad”, o sea, el ayuntamiento –“elegante”- y su célebre plaza.

Incurre el gran escritor en alguna contradicción, pues en un momento habla, sorprendentemente, de que las calles tienen “un no sé qué de vivaracho y luminoso” y más tarde dice que “Pamplona permanece triste y silenciosa todo el día”, si bien al caer el sol –otra sorpresa- “la alegría resplandece”.

Víctor Hugo, como es natural, visitó la catedral, y con sus palabras contribuyó al desprestigio de su fachada y de sus torres, si bien se quedó maravillado por su claustro y por el interior del templo, en el que a las cinco de la mañana fue testigo de una misa oficiada por un anciano y renqueante sacerdote ante una única vieja acurrucada junto a una columna. Esta escena es, desde el punto de vista literario, lo mejor del libro.

Como era habitual en él, Hugo se explaya con breves y no tan breves formulaciones de corte ensayístico en las que vuelca su frondoso pensamiento.

Hay una que tiene una actualidad inevitable. Primero dice: “Todo ser débil tiene derecho a la bondad y a la compasión del ser fuerte. El animal es débil, puesto que es ininteligente. Seamos, pues, buenos y compasivos por él”. Y añade a continuación: “Hay en las relaciones del hombre con las bestias, con las flores, con los objetos de la creación, toda una extensa moral apenas entrevista, pero que acabará por abrirse paso y será el corolario y el complemento de la moral humana. Yo admito las excepciones y las restricciones que son innumerables, pero para mí es cosa cierta que el día en que Jesús dijo: “No hagáis a otros lo que no quisierais os hicieran a vosotros”, en su pensamiento “otros” tenía una acepción inmensa; “otros” iba más allá del hombre y abarcaba el universo”.

He aquí, pues, que Víctor Hugo, en 1843, encuentra un fundamento cristiano y moral para proponer, de forma pionera, el respeto a los animales, a la naturaleza y, en fin, al medio ambiente.

 

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El Abel Sánchez de Miguel de Unamuno

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La tertulia del 9 de abril del club Pasión por los clásicos / pasión por el e-book, la haremos sobre la novela corta Unamuno Abel Sánchez, a la que podéis acceder desde este enlace.

Un estudio académico de la novela podéis encontrarlo aquí. Y José Luis Alvarado hace este comentario en su blog

Este es un resumen que se puede leer en la página web «poemas del alma»

En 1917, el escritor español Miguel de Unamuno dio a conocer una obra enmarcada en el género de la novela que recibió el nombre de “Abel Sánchez” pero se subtituló “Una historia de pasión”.

En este trabajo donde no existen las referencias cronológicas ni geográficas y el lector conoce la trama a través de un narrador, los diálogos entre los personajes y hasta por una confesión, el destacado autor consiguió brindar un panorama completo de lo que la envidia genera en los seres humanos a través de un relato protagonizado por Joaquín Monegro y el carismático y exitoso Abel Sánchez, dos hombres que se conocían desde que tenían uso de razón.

Si bien ambos lograron que su vínculo de amistad surgido en la infancia continuara vigente en todas las etapas de sus vidas, Joaquín nunca pudo evitar sentir envidia hacia su compañero, en especial a partir de la confirmación del casamiento entre él y Helena, una vanidosa muchacha que le quitaba el sueño a Joaquín y que, al convertirse en la esposa de Abel, generó en él una obsesión.

Años más tarde, Joaquín decide casar a su hija Joaquina (fruto de su amor con la dulce Antonia) con Abelín, el descendiente del matrimonio Sánchez. Con el tiempo, la familia se agranda con la llegada de un bebé al que bautizan con el nombre de su abuelo materno pero, pese a ese homenaje, el envidioso hombre, impulsado por el rencor, no deja de sentir ganas de ver destruído a Abel, a quien mata en presencia de su nieto.

Como podrá sospechar más de un lector al leer el argumento y conocer a los personajes involucrados en esta historia, a través de “Abel Sánchez”, Miguel de Unamuno nos ofrece una versión renovada y novelada de la leyenda protagonizada por Caín y Abel.

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Joseph Conrad y La línea de sombra

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La lectura propuesta para el mes de febrero en el club de lectura «Pasión por los clásicos, Pasión por el e-book» es La línea de sombra, de Joseph Conrad. La tertulia la tendremos el 5 de marzo, primer lunes de mes. Conrad constituye uno de esos extraños casos (como Nabokov, como Beckett, y unos pocos más) que llegaron a ser clásicos escribiendo en una lengua que no es la propia.

Podéis acceder al texto desde aquí

Esto es lo que escribe Arturo Pérez Reverte sobre el libro.

«Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es privilegio de la primera juventud…»

Un aviso previo: ésta no es la mejor novela de Joseph Conrad. Para lectores avezados recomendaría antes Victoria, pues creo que narrativamente hablando es la más equilibrada de sus novelas, o tal vez la monumental Lord Jim (la excelente pero también excesivamente manoseada El corazón de las tinieblas puede dejarse sin problemas para más tarde). Sin embargo, La línea de sombra, historia más bien corta, reflejo de la juventud del propio Conrad cuando obtuvo el mando de su primer barco, es una forma estupenda de iniciarse en el mundo de tan extraordinario narrador. Un relato de apariencia sencilla, una novela corta sobre el mar y los marinos, donde uno y otros son sólo un pretexto, pues de lo que se trata, en realidad, es de contar el paso de la juventud a la responsabilidad y la madurez: la travesía de esa difusa línea de sombra que todo ser humano cruza tarde o temprano en la vida. Como detalle personal, añadiré que hay escritores que dejas atrás una vez fuiste capaz de encontrar en ellos cuanto, según tus limitaciones lectoras, crees que podían darte. Otros autores, sin embargo, envejecen serenamente contigo, a modo de viejos amigos, pues cada vez que relees uno de sus libros encuentras algo que no habías sido capaz de ver antes. Eso me ocurre todavía con el viejo Conrad, a mis 63 años, tras haberlo empezado a leer a los 15, precisamente con La línea de sombra.

Javier Marías escribió este artículo sobre el autor

JOSEPH CONRAD EN TIERRA

Los libros marinos de Joseph Conrad son tantos y tan memorables que siempre se piensa en él a bordo de un velero y se olvida que los últimos treinta años de su existencia los pasó en tierra, llevando una vida insospechadamente sedentaria. En realidad, como buen marino, detestaba viajar, y nada lo reconfortaba tanto como estar encerrado en su estudio, escribiendo con indecibles dificultades o charlando con sus amigos más íntimos. Aunque lo cierto es que no siempre trabajaba en las habitaciones en principio destinadas a ello: hacia el final de su vida se escondía en los más remotos rincones del jardín de su casa, en Kent, para garabatear papelajos, y hay constancia de que durante una semana se anexionó el cuarto de baño sin dar explicaciones a su familia, que vio muy restringido el uso de esa pieza durante aquellos días. En otra temporada el problema fue indumentario, ya que Conrad se negaba a ir vestido más que con un descolorido albornoz a rayas originalmente amarillas, lo cual era un gran inconveniente cuando se presentaban sin avisar amigos, o bien turistas norteamericanos que decían estar extrañamente de paso.

Lo más grave para la seguridad familiar era, con todo, la inveterada manía de Conrad de tener siempre un cigarrillo en los dedos, por lo general durante pocos segundos, para dejarlo abandonado luego en cualquier sitio. Su mujer, Jessie, se resignaba a que los libros, las sábanas, los manteles y los muebles estuvieran llenos de quemaduras, pero vivió durante años en estado de alerta para evitar que fuera su marido quien se quemara en exceso, ya que Conrad, incluso después de acceder a sus ruegos y adquirir la costumbre de echar sus colillas en una gran jarra de agua dispuesta al efecto, tenía constantes contratiempos con el fuego. En más de una ocasión sus ropas estuvieron a punto de arder por sentarse demasiado cerca de una estufa, y no era raro que el libro que estuviese leyendo se incendiase de pronto por haber entrado en prolongado contacto con la vela que lo alumbraba.

No hace falta decir que Conrad era distraído, pero los principales rasgos de su carácter eran contradictorios, a saber: la irritabilidad y la deferencia. Aunque quizá puedan explicarse recíprocamente. Su estado natural era de inquietud rayana en la ansiedad, y su preocupación por los otros era tan grande que un mero revés sufrido por alguno de sus amigos solía acarrearle un ataque de gota, enfermedad que había contraído de joven en el archipiélago malayo y que lo torturó durante el resto de su vida. Cuando su hijo Borys estaba combatiendo en la Guerra del 14, su mujer, Jessie, llegó una noche a casa tras haber estado ausente todo el día y fue recibida por una criada llorosa que le informó de lo siguiente: el señor Conrad había comunicado al servicio que habían matado a Borys y llevaba horas encerrado en la habitación del hijo. Sin embargo, añadió la criada, no había llegado ninguna carta ni telegrama. Cuando Jessie George Conrad subió con las piernas temblorosas y se encontró a su marido demudado, y le preguntó por su fuente de información, éste respondió ofendido: «¿Acaso no puedo tener presentimientos, igual que tú? ¡Sé que lo han matado!» No mucho más tarde Conrad se calmó y se quedó dormido. Falló su presentimiento, pero al parecer, cuando la imaginación se le desataba no había forma de detenerla. Estaba siempre en un estado de extrema tensión, y de ahí venía su irritabilidad, que apenas podía controlar y que sin embargo, una vez pasada, no le dejaba huella ni tan siquiera recuerdo. Cuando su mujer estaba dando a luz a su primer hijo, el mencionado Borys, Conrad daba vueltas agitado por el jardín de la casa. De pronto oyó berrear a un niño, e indignado se acercó a la cocina para ordenarle a la criada que tenían entonces: «¡Haga el favor de despedir a ese niño! ¡Va a molestar a la señora Conrad!», le gritó. Pero al parecer la criada le gritó a él con aún mayor indignación: «¡Es su propio niño, señor!»

Tan irritable era Conrad que cuando se le caía la pluma al suelo, en vez de recogerla al instante y continuar, dedicaba varios minutos a tamborilear exasperado sobre la mesa a modo de lamento por el accidente. Su carácter fue siempre un enigma para los que lo rodearon. Su excitación interna lo llevaba a mantener a veces largos silencios, aun en compañía de amigos, quienes aguardaban pacientemente a que retomase la conversación, en la que, por lo demás, era animadísimo, con una increíble capacidad para narrar oralmente. Cuando lo hacía, cuentan que su tono era semejante al de su libro de ensayos El espejo del mar, más que al de sus relatos o novelas. Con todo, lo más frecuente era que al cabo de uno de esos interminables silencios, en los que parecía rumiar, brotara de sus labios alguna pregunta insólita que nada tenía que ver con lo hablado hasta entonces, por ejemplo: «¿Qué opináis de Mussolini?»

Conrad usaba monóculo y no le gustaba la poesía. Según su mujer, en toda su vida sólo dio su aprobación a dos libros de versos, uno de un joven francés cuyo nombre ella no recordaba, y otro de su amigo Arthur Symons. Aunque también hay quien asegura que le gustaba Keats y que detestaba a Shelley. Pero el autor que más detestaba era Dostoyevski. Lo odiaba por ruso, por loco y por confuso, y la sola mención de su nombre le provocaba arrebatos de furia. Era un devorador de libros, con Flaubert y Maupassant a la cabeza de sus admirados, y tanto gusto tenía por la prosa que, mucho antes de pedir en matrimonio a la que sería su mujer (es decir, cuando aún no había mucha confianza entre ellos), apareció una noche con un paquete de hojas y propuso a la joven que le leyera en voz alta algunas páginas, pertenecientes a su segunda novela. Jessie George obedeció, llena de emoción y temor, pero el nerviosismo de Conrad no colaboraba: «Sáltate eso», le decía. «Eso no importa; empieza tres líneas más abajo; pasa la página, pasa la página.» O bien, incluso, la reñía por su dicción: «Habla claramente; si estás cansada, dilo; no te comas las palabras. Los ingleses sois todos iguales, hacéis el mismo sonido para todas las letras». Lo curioso del caso es que el exigente Conrad tuvo hasta el fin de sus días un fortísimo acento extranjero en la lengua que, como escritor, llegó a dominar mejor que nadie en su tiempo.

Conrad no se casó hasta los treinta y ocho años, y cuando por fin, tras varios de amistad y trato, hizo su proposición, ésta fue tan pesimista como algunos de sus relatos, ya que anunció que no le quedaba mucha vida y que no albergaba la menor intención de tener hijos. La parte optimista vino a continuación, y consistió en añadir que sin embargo, tal como era su vida, creía que él y Jessie podrían pasar juntos unos cuantos años felices. El comentario de la madre de la novia tras su primera entrevista con el pretendiente estuvo en consonancia: dijo que «no acababa de ver por qué aquel hombre quería casarse». Conrad, no obstante, fue un marido delicado: no faltaban las flores, y cada vez que terminaba un libro, le hacía a su mujer un gran regalo.

Pese a haber perdido a sus padres a edad temprana y guardar pocos recuerdos de ellos, era un hombre preocupado por su tradición y sus antepasados, hasta el punto de lamentar más de una vez que un tío-abuelo suyo, a las órdenes de Napoleón durante la retirada de Moscú, se hubiera visto tan acuciado por el hambre como para haberle puesto momentáneo remedio, en compañía de otros dos oficiales, a costa de un «desdichado perro lituano». Que un pariente suyo se hubiera alimentado de carne canina le parecía un baldón del que indirectamente, por cierto, culpaba a Bonaparte en persona.

Conrad murió bastante repentinamente, el 3 de agosto de 1924, en su casa de Kent, a los sesenta y seis años. Se había encontrado mal el día anterior, pero nada hacía presumir su inminente muerte. Por eso, cuando le llegó, estaba solo en su habitación, descansando. Su mujer, en el cuarto de al lado, le oyó gritar: «¡Aquí… !», con una segunda palabra ahogada que no distinguió, y luego un ruido. Conrad había caído desde su sillón al suelo.

Del mismo modo que le hubiera gustado borrar el episodio lituano de su tío-abuelo, Conrad solía negar, en sus últimos años, que hubiera escrito ciertas piezas (artículos, cuentos, capítulos redactados en colaboración con Ford Madox Ford) que eran suyas sin lugar a dudas y que incluso habían sido publicadas con su nombre. Aun así, decía no recordarlas y negaba. Y cuando se le mostraban manuscritos y se le probaba que las páginas en cuestión se debían irrefutablemente a su pluma, entonces se encogía de hombros, uno de sus gestos más característicos, y se sumía en uno de sus silencios. Cuantos lo trataron coinciden en afirmar que era un hombre de una gran ironía, aunque de una clase que sus adquiridos compatriotas ingleses no siempre captaban, o quizá no entendían.

Javier Marías

(Claves de la razón práctica, núm. 3, junio de 1990. Recogido en Javier Marías, Vidas escritas, Siruela, Madrid, 1992, y Círculo de Lectores, Barcelona, 1996. Reeditado por Alfaguara, Madrid, 2000, y Punto de lectura, Madrid, 2002).

Cine

En 1976 Andrzej Wajda dirigió la película “La línea de sombra”, una coproducción británica-polaca basada en la novela de Joseph Conrad; con Marek Kondrat, Graham Lines, Tom Wilkinson en los principales papeles. Wajda lo considera uno de sus filmes fallidos.

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