Los mejores cuentos del gran Norte, Jack London

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Volver a leer a Jack London constituye toda una experiencia. Lejos de la imagen estereotipada de que se trata de un autor para jóvenes, de un autor de género (de aventuras en este caso), las personas que estuvieron en la tertulia sobre este libro coincidían en que era uno de los libros que más les había gustado en mucho tiempo. Por debajo de esas luchas por la pura supervivencia el autor plantea conflictos tan universales – la manera de aceptar la muerte, la lealtad, la dignidad- que cien años después de haber sido escritos y a pesar del exotismo de los paisajes que describe, no nos dejan en absoluto indiferentes.

La documentación que se puede encontrar sobre Jack London es abundante, tanto en inglés como en castellano Si alguien quiere hacerse una idea de la cantidad de fans que todavía sigue teniendo el autor, puede echar un vistazo a esta página.

En la página http://www.mgar.net hemos encontrado esta reseña:

Jack London (1876-1916):
Tanto o más que su insólita experiencia vital, evocada «Martin Eden» (1909), sorprende comprobar cómo Jack London pudo presagiar en esas mismas páginas su suicidio siete años antes de matarse. Decidió marcharse agobiado por los delirios del alcohol, cuando su «vida dejó de ser ávida de vida». Así las cosas, Martin Eden no es sólo la crónica novelada de una existencia, también es la de una muerte: la de un hombre a quien ni el dinero ni la gloria pudieron redimir de su destino fatal. Nacido en San Francisco (California), John Griffith -verdadero nombre de London-, vio la luz por primera vez el 12 de enero de 1876. Hijo de un astrólogo ambulante, al que la madre del futuro escritor abandonó apenas nacido éste, sería su padrastro, un droguero de Oakland llamado John London, quien diera el apellido de pluma al escritor. Por lo demás, bien poco fue lo que London dio al joven John. Obligado por su padrastro a trabajar siendo aún adolescente, Jack abandonó el hogar paterno con tan solo quince años para enrolarse en su primer barco dos después. Posteriormente sería soldado, descargador de muelle, buscador de oroen Alaska y alguna otra cosa al margen de la ley. Aquellos empleos de sus primeros años le aportarían los argumentos de todas sus novelas.

Sus relatos del mar son los de un medio duro y violento, mezcla de experiencia personal y su particular visión de la vida. (Maribel Orgaz)

Siendo adolescente, el joven adoptó el nombre de Jack. Trabajó en diversos y duros trabajos, fue pescador furtivo de ostras en la Bahía de San Francisco, sirvió en una patrulla marítima deteniendo a furtivos, surcó el Pacífico en un barco dedicado a la caza de focas, se alistó al ejército de Kelly constituido por trabajadores sin empleo, vagabundeó por el país, y a los 19 años regresó para asistir al instituto. En esta etapa, entabló conocimiento con el socialismo y fue conocido como el Chico Socialista de Oakland por su oratoria callejera. Se presentó sin éxito en numerosas ocasiones como candidato socialista para la alcaldía.(Clarice Stasz)

Jack London Pero, además de hombre de acción, London, acaso consciente de que en la literatura estaba su redención, fue un lector empedernido. Así, mientras la lectura de El manifiesto comunista le convierte al socialismo militante, la idea del superhombre de Nietzsche le hace ser más racista que el mismísimo Kipling, a quien también lee. Entre unas cosas y otras, tal y como se nos cuenta en Martin Eden, las revistas comienzan a publicar sus relatos a partir de 1899. En los quince años siguientes, Jack London se convertirá, por así decirlo, en el primer autor de «best-sellers». Es el escritor mejor pagado de Estados Unidos, tal vez por eso la critica le desprecia. En el mejor de los casos le reconocen un «talento natural para la narración», pero todavía es ahora cuando se le ignora en las historias de la literatura. Como mucho, se le adjudica un puesto junto a Emilio Salgari, Zane Grey, Julio Verne y el resto de los autores tradicionalmente incluidos en las colecciones juveniles. En cualquier caso, la primera novela de London, La llamada de la selva, data de 1903. Es la primera de las emotivas ficciones que dedica a los perros que ha conocido en sus días de Alaska. El éxito no se hace esperar.

The Snark Extensa producción literaria:
A partir de entonces, London se entrega a la producción literaria con la misma energía que anteriormente lo hiciera a la aventura. Tanto es así que su bibliografía se cifra en torno a los 50 títulos. Destacan entre ellos l pueblo del abismo (1903), un trabajo periodístico sobre la pobreza en el East End londinense; El lobo de mar (1904), novela surgida de su experiencia marinera; Colmillo blanco (1907), otra aventura canina; y El talón de hierro (1908), fábula de política ficción de inspiración socialista. El dinero entra en su casa a espuertas. El escritor dilapida en sus excesos varias fortunas. Cuanto escribe conoce ventas millonarias, es conocido internacionalmente, pero London no encuentra el sosiego. La simpatía que le siguen inspirando los pobres lleva al escritor a intentar meterse en política a su regreso de la guerra ruso-japonesa, conflicto al que fuera enviado como enviado especial merced al interés que despiertan sus crónicas periodísticas. No se tiene noticia de que el éxito le acompañara en esta nueva aventura. Sí hay constancia por el contrario de que escribió Martin Eden a bordo de The Snark, el lujoso yate que se hiciera construir. Con el castillo que intentara levantar, tampoco tuvo suerte: antes de estar terminado fue pasto de las llamas. Muy probablemente, el incendio fue el resultado de una de las muchas juergas que celebraba allí con sus amigos. De lo que no hay duda es de que no hubo nada capaz de salvar a Jack London de sí mismo. Alcoholizado, víctima de los delirios del borracho, puso fin a sus días en su lujoso rancho el 22 de noviembre de 1916. (Javier Memba)

Alegoría mapa zona polar El burlado. Cuento de Jack London:
Había tenido que demostrar su valentía para ganarse un puesto entre los ladrones de pieles. Tras él quedaba el interminable camino que atravesaba toda Siberia y toda Rusia. No podía volver atrás; por allí no había escape posible. No le quedaba más opción que seguir adelante, atravesar el mar de Bering, oscuro y helado, para llegar a Alaska. El camino lo había llevado del puro y simple salvajismo a un salvajismo aún más refinado. En los barcos de ladrones de pieles, castigados por el escorbuto, sin comida ni agua, asediados por las inacabables tormentas de aquel mar tormentoso, los hombres se convertían en animales. Tres veces había salido de Kamchatka en dirección al Este. Y otras tantas, después de pasar toda clase de sufrimientos y penalidades, los sobrevivientes habían vuelto a Kamchatka. No había posibilidad de huir y no podía volver al punto de partida, donde las minas y el látigo aguardaban. De nuevo, por cuarta y última vez, había zarpado hacia el Este. Había partido con los que descubrieron las fabulosas islas de las Focas, pero no había regresado con ellos para participar en el reparto de pieles ni en las bulliciosas orgías de Kamchatka. Había jurado no volver atrás. Sabía que si quería llegar a sus queridas capitales de Europa tenía que seguir siempre adelante. Y por eso había subido a bordo de otro barco y había permanecido en las oscuras tierras del Nuevo Continente. Sus compañeros de tripulación eran cazadores eslavos, aventureros rusos y aborígenes mongoles, tártaros y siberianos. Juntos habían abierto un camino de sangre entre los salvajes de aquel mundo nuevo. Habían exterminado aldeas enteras y se habían negado a pagar los tributos de pieles, pero a su vez habían sido víctimas de las matanzas a que los sometían otras tripulaciones. Él y un tal Finn habían sido los únicos supervivientes de la suya. Habían pasado un invierno de soledad y de hambre en una isla desierta del archipiélago de las Aleutianas y al fin, en primavera, la posibilidad entre mil de que los rescatara otro navío se había realizado. Pero el salvajismo más terrible los seguía asediando. De barco en barco, siempre negándose a volver, había ido a parar a un navío que se dirigía a explorar las tierras del Sur. A todo lo largo de la costa de Alaska no habían encontrado sino hordas de salvajes. Cada anclaje que efectuaban entre las islas abruptas o bajo los acantilados amenazadores de la tierra firme había significado una batalla o una tormenta. O soplaban vientos que amenazaban con destruirlos o llegaban las canoas cargadas de nativos vociferantes con rostros cubiertos de pinturas de guerra que venían a aprender qué virtudes sangrientas poseía la pólvora de aquellos señores del mar. Siempre navegando rumbo al Sur, habían bordeado la costa hasta llegar a las míticas tierras de California. Se decía que grupos de aventureros españoles habían logrado abrirse camino hasta allí partiendo de México. En esos aventureros españoles había puesto su esperanza. Si hubiera logrado encontrarse con ellos, el resto habría sido fácil (un año o dos más, ¿qué importaba?). Habría llegado a México; luego un barco, y Europa habría sido suya. Pero no había dado con los españoles. Sólo había tropezado con la eterna muralla inexpugnable de salvajismo. Los habitantes de los confines del mundo, cubiertos sus rostros de pinturas de guerra, les habían obligado a replegarse una y otra vez. Al fin, un día en que éstos lograron apoderarse de uno de sus barcos y exterminar a toda la tripulación, el que tenía el mando de la flota decidió abandonar la empresa y regresar al Norte. Pasaron los años. Estuvo a las órdenes de Tebenkoff cuando se construyó el fuerte de Michaelovski. Pasó dos años en la región del Kuskokwim. Dos veranos, en junio logró llegar al extremo del estrecho de Kotzebue. Allí era donde las tribus se reunían a traficar, donde se encontraban pieles moteadas de venado siberiano, marfil de las Diomedes, pieles de morsa de las costas del Ártico, extraños candiles de piedra que pasaban de tribu en tribu y cuyo origen nadie conocía, y hasta un cuchillo de caza fabricado en Inglaterra. Aquél, Subienkow lo sabía, era el mejor lugar para aprender geografía. Porque halló allí esquimales del estrecho de Norton, de las islas del Rey y de la isla de San Lorenzo, del cabo Príncipe de Gales y de Punta Barrow. Allí aquellos lugares tenían otros nombres y las distancias se medían en jornadas. Era una región vasta la de procedencia de aquellos salvajes, y más vasta todavía era la región desde donde habían llegado hasta ellos, por caminos interminables, los candiles de piedra y el cuchillo de acero. Subienkow amenazaba, halagaba y sobornaba. Todos los viajeros y los nativos de alguna extraña tribu eran llevados a su presencia. Allí se mencionaban peligros sin cuento, animales salvajes, tribus hostiles, bosques impenetrables y majestuosas cadenas montañosas; y siempre, de lugares aún más lejanos, llegaban rumores de la existencia de hombres de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios que peleaban como diablos y que buscaban pieles. Hacia el Este decían que se hallaban; muy lejos, siempre hacia el Este. Nadie los había visto. Era un rumor que corría de boca en boca. Fue aquél un duro aprendizaje. Se adquirían conocimientos de geografía a través de extraños dialectos, a través de mentes oscuras que mezclaban la realidad con la fábula y que medían las distancias en jornadas, que variaban según la dificultad del camino. Pero al fin llegó un rumor que le hizo concebir esperanzas. Al Este había un gran río donde se hallaban los hombres de ojos azules. El río se llamaba Yukón. Al sur del fuerte Michaelovski desembocaba otro gran río que los rusos conocían con el nombre de Kwikpak. Los dos eran el mismo, decía el rumor. Subienkow volvió a Michaelovski. Durante un año trató de organizar una expedición al Kwikpak. Al fin convenció a Malakoff, el mestizo ruso, de que se pusiera al frente de una mixtura infernal, la horda más salvaje y feroz de aventureros mestizos que jamás hubiera salido de Kamchatka. Subienkow iba de lugarteniente. Recorrieron los laberintos del delta del Kwikpak, atravesaron las colinas de la ribera norte del río y en canoas de piel cargadas hasta la borda de mercancías para traficar y de munición lucharon a lo largo de quinientas millas contra las corrientes de cinco nudos de aquel río de una anchura que oscilaba entre dos y diez millas y de muchas brazas de profundidad. Malakoff decidió construir un fuerte en Nulato. Subienkow le instó a seguir adelante, pero pronto se reconcilió con la idea. El largo invierno se echaba encima. Sería mejor esperar. A comienzos del verano siguiente, cuando se derritieran los hielos, remontarían el Kwikpak y se abrirían paso hasta las factorías de la Compañía de la Bahía de Hudson. Malakoff no había oído el rumor de que el Kwikpak era el Yukón, y Subienkow no se lo dijo. Y comenzaron a construir el fuerte. Lo hicieron sobre la base de trabajos forzados. Las murallas formadas por hileras de troncos se elevaron entre suspiros y quejas de los indios mulatos. El látigo restalló sobre sus espaldas, y era la mano de hierro de los bucaneros del mar la que sostenía el látigo. Algunos indios huían. Cuando lograban capturarlos, los traían hasta el fuerte, los obligaban a tenderse de bruces ante la puerta y allí demostraban a la tribu la eficacia del látigo. Dos murieron bajo los azotes; muchos quedaron mutilados de por vida, y el resto aprendió la lección y no volvió a intentar la huida. Antes de que vinieran las nieves, el fuerte estaba terminado. Había llegado la época de las pieles. Impusieron a la tribu un pesado tributo. Para obligar a los indios a satisfacerlo, redoblaron los golpes y los latigazos, tomaron a mujeres y niños como rehenes y les trataron con la crueldad de que sólo los ladrones de pieles son capaces. Habían sembrado sangre y llegó el momento de la cosecha. Ahora el fuerte había desaparecido. A la luz de las llamas la mitad de los ladrones de pieles fue pasada a cuchillo. La otra mitad murió como consecuencia de las torturas. (Jack London)

 

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